Puede que uno de los aspectos más descuidados en nuestras celebraciones sea el del canto y la música. Un hermano sacerdote me dijo hace unas semanas que sería conveniente hacer algo desde la Delegación de Liturgia para ayudar a las parroquias, coros, etc., a ejercer mejor su ministerio. Por eso vamos he dedicado una larga serie de artículos –que recogemos aquí en uno solo– a esta temática.
FUENTE: Pbro Ramón Navarro Gómez – Delegado de Liturgia Diócesis de Cartagena, España
Lo primero que hemos de hacer es acudir a documentos autorizados de la Iglesia que nos propongan unos criterios básicos a la hora de emprender este camino. Como de lo que se trata es sobre todo del canto en la celebración de la Eucaristía nos vamos a ir a la introducción del Misal, la Ordenación general del Misal Romano (2002), y en concreto a los números 39 al 41 de la misma. Forman un epígrafe del que hemos sacado el título del artículo–«Importancia del canto en la celebración»– y ya de entrada plantean algunos criterios e ideas que son fundamentales, y que no siempre parecen estar tan claras al ver la música y el canto en nuestras celebraciones.
El número 39, por ejemplo, dice: «Amonesta el Apóstol a los fieles que se reúnen esperando unidos la venida de su Señor, que canten todos juntos salmos, himnos y cánticos inspirados (cfr. Col 3,16). Pues el canto es signo de la exultación del corazón (cfr. Hch 2, 46). De ahí que San Agustín dice con razón: “Cantar es propio del que ama”, mientras que ya de tiempos muy antiguos viene el proverbio: “Quien canta bien, ora dos veces”». Parece que no dice mucho, pero sin embargo nos está ofreciendo un criterio básico: el canto pertenece a la asamblea. Igual que la asamblea, en un momento dado, responde con la palabra o la oración, también participa con el canto. Por eso no se puede, de entrada, privar a la asamblea de la posibilidad de cantar: la misa no puede ser un concierto, por hermosa que sea la música, en la que la asamblea permanezca muda. Otra cosa es preguntarse si hay momentos en los que se debe cantar y momentos en los que es posible –e incluso recomendable– la intervención del coro solo, o de un solista o simplemente de música instrumental. Pero, de entrada, la primera afirmación es clara: el canto en la celebración es un medio de participación de la asamblea, del que no se le debe privar.
El segundo criterio, que nos lo da el número 40, es de la gradación: “Téngase, por consiguiente, en gran estima el uso del canto en la celebración de la Misa, atendiendo a la índole de cada pueblo y a las posibilidades de cada asamblea litúrgica. Aunque no sea siempre necesario, como por ejemplo en las Misas feriales, cantar todos los textos que de por sí se destinan a ser cantados, hay que cuidar absolutamente que no falte el canto de los ministros y del pueblo en las celebraciones que se llevan a cabo los domingos y fiestas de precepto”. El canto nos permite algo importantísimo en la celebración: el poder distinguir la importancia de unas celebraciones frente a otras. Esto está en la estructura de la celebración y del Año Litúrgico, pero no siempre queda claro. No es lo mismo, por ejemplo, una misa de feria del Tiempo Ordinario que un domingo del Tiempo Ordinario. No es igual un domingo del Tiempo Ordinario que un domingo de Pascua. ¿Cómo distinguirlos? ¿Cómo subrayar lo más importante? La liturgia nos ofrece distintos elementos –con Credo o sin él, con «gloria» o sin «gloria»–, y, entre ellos, el de la música: no siempre es necesario cantar todo lo que se podría cantar, dice el número, y añade que hay que cuidar los domingos y las fiestas más importantes.
Pero surge un problema: ¿qué cantamos y qué no? ¿Cómo graduamos? ¿Cómo distinguimos lo que es prioritario cantar de lo que no? A eso responde la segunda parte del número 40, y con ello comenzaremos el artículo de la semana que viene.
¿Hay una gradualidad en el canto en la celebración?
Contesta a esta pregunta la segunda parte del número 40 de la OGMR, que dice así: “Al determinar las partes que en efecto se van a cantar, prefiéranse aquellas que son más importantes, y en especial, aquellas en las cuales el pueblo responde al canto del sacerdote, del diácono o del lector, y aquellas en las que el sacerdote y el pueblo cantan al unísono”.
Varias conclusiones podemos sacar de este breve párrafo. La primera de ellas es que no siempre se ha de cantar todo. El número indica que una tarea previa es determinar qué partes se van a cantar.
En efecto, el canto en la celebración litúrgica exige una gradualidad. No todas las celebraciones son igual de importantes. El canto nos permite subrayar aquellas que lo son más. De esta manera se convierte en uno de los principales medios de participación litúrgica de la asamblea.
Imaginemos, por ejemplo, que en una misa ferial –entre semana– del Tiempo Ordinario, cantásemos absolutamente todo. ¿Cómo podríamos distinguir entonces el domingo, que dentro de la semana es la celebración litúrgica principal, de la “Pascua semanal”?
Hay, por tanto, una gradualidad en las celebraciones. Y no sólo es la semana la que nos la marca, sino también los tiempos litúrgicos. Así, por ejemplo, un domingo de Cuaresma, que es un tiempo de preparación para la Pascua, no puede tener los mismos elementos cantados que un domingo del Tiempo Pascual, donde celebramos aquello para lo que nos hemos estado preparando.
También el calendario, es decir, las fiestas de los santos, tiene una gradualidad propia –memorias, fiestas, solemnidades– y nos invita a subrayar más con el canto las celebraciones que de por sí tienen una mayor importancia.
No se trata de solemnizar la celebración, en el sentido de añadir algo externo para hacerla más espectacular, o más rimbombante. Por el contrario se trata de utilizar el canto para favorecer la participación de los fieles en las celebraciones. De lo contrario, estaremos utilizando el canto meramente como un concierto, como un elemento externo a la celebración, y no es eso lo que la liturgia exige.
La segunda conclusión que extraemos del número de la OGMR que estamos comentando es que hay una gradualidad –una escala de importancia– entre las distintas partes de la misa. No se trata de cantar todo, indiscriminadamente, o elegir de forma aleatoria unas partes de la misa, quizás porque son cantos que nos sabemos. El criterio no puede ser ese.
Nos dice el número 40 que en la misa hay partes más importantes que otras a la hora de decidir qué se ha de cantar y qué no. ¿Cuáles son? El número responde que son aquellas en las que hay un diálogo entre el sacerdote –o el diácono– y el pueblo, y aquellas que el sacerdote y el pueblo cantan al unísono. El número se está refiriendo a los cantos que se llaman del ordinario de la misa: el Señor, ten piedad, el Gloria, el Santo y el Cordero de Dios. Esos son los cantos que todo coro, para favorecer la participación de la asamblea, debería tener siempre asegurados. No siempre ocurre así: por poner dos ejemplos que vemos a menudo: el Cordero de Dios brilla por su ausencia, absorbido muchas veces por el canto de la paz. El Gloria se sustituye a veces por cantos que no respetan la letra litúrgica. Parece urgente, por tanto, recuperar la importancia de los cantos del ordinario de la misa. Algo de ello diremos la semana que viene, comentando el número 41, que nos hablará del canto gregoriano.
El canto gregoriano y los textos en latín
En lo que se refiere al canto gregoriano dice la primera parte del número: “En igualdad de circunstancias, dese el primer lugar al canto gregoriano, ya que es propio de la Liturgia romana. De ninguna manera se excluyan otros géneros de música sacra, especialmente la polifonía, con tal que sean conformes con el espíritu de la acción litúrgica y favorezcan la participación de todos los fieles”.
Uno podría pensar que en las parroquias y comunidades cristianas actuales es bastante complicado articular este número. Que los fieles aprendan a cantar en gregoriano puede parecer una quimera. Además, ¿por qué? ¿Es que no hay otros estilos musicales válidos?
En el año 1903 –ha llovido un poco desde entonces– el Papa San Pío X publicaba un documento importante sobre la música litúrgica: el motu proprio que se titula Tra le sollecitudini. Allí el Papa salía al paso de la situación de la música religiosa en su época: estilos musicales muy recargados, más propios de un concierto que de una celebración religiosa, totalmente alejados de las posibilidades de participación del pueblo fiel. El Papa pone un ejemplo de cómo debería ser la música religiosa, y lo encuentra en el canto gregoriano, que había sido muy abandonado desde hacía siglos. En concreto dice lo siguiente en un determinado momento, aludiendo a cómo debe ser el estilo musical litúrgico que se emplee: “una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano”.
Creo que el texto de la OGMR 41 hay que leerlo a la luz de esta clave: en el canto gregoriano encontramos unas claves de cómo ha de ser la música litúrgica. Cantemos o no en gregoriano en nuestras celebraciones –y algunas piezas no estaría mal que toda la asamblea las conociese–, independientemente de ello, el estilo musical que usemos debería tener características similares a las del que es, en palabras del propio número 41, el estilo musical propio del rito romano.
Qué características del gregoriano podríamos señalar que fuesen útiles a la hora de valorar, en comparación con él, el estilo musical utilizado en la celebración? A vuelapluma se me ocurren tres.
La primera es la simplicidad y la sencillez. La música está al servicio del texto, y no al revés. La música litúrgica no es, ni debe ser, un concierto, y ha de estar la celebración en función de la música y el canto, sino la música y el canto al servicio de la celebración. El equilibrio del canto gregoriano en ese sentido es un buen ejemplo a seguir.
La segunda, la inspiración bíblica. ¡Cuántos textos en tantísimos cantos se alejan de la inspiración bíblica y se convierten en textos pésimos! Sentimentalismo, ñoñería e incluso en ocasiones serias dudas sobre la ortodoxia doctrinal se ciernen sobre cantos que hemos asumido como normales en nuestras celebraciones. En el canto gregoriano, salvo el caso de los himnos –y muchos de ellos son paráfrasis de la Escritura– casi todos los textos están sacados de la Biblia, y tienen por ello un valor intrínseco. Al comienzo de los años de la reforma litúrgica muchos músicos católicos se inspiraron en esta característica para componer cantos de una belleza y calidad innegable: Lucien Deiss; Joseph Gelineau, en el ámbito francés; Aragüés o Palazón, en el ámbito español. Hoy, sin embargo, las fuentes de inspiración parecen otras.
Lo tercero, es música litúrgica. Pensada para la liturgia. No es una adaptación de música hecha para otra finalidad.
Los cantos de la celebración: el canto de entrada
Comenzamos por el canto de entrada no porque sea el canto más importante de la celebración, sino porque cronológicamente es el primero. Este canto forma parte de los ritos iniciales de la Misa. La Ordenación General del Misal Romano nos explica la finalidad de estos ritos en el número 46: “Los ritos que preceden a la Liturgia de la Palabra, es decir, la entrada, el saludo, el acto penitencial, el “Señor, ten piedad”, el Gloria y la colecta, tienen el carácter de exordio, de introducción y de preparación. La finalidad de ellos es hacer que los fieles reunidos en la unidad construyan la comunión y se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía”.
Un poquito más adelante, en el número 47, se habla específicamente del canto de entrada: “La finalidad de este canto es abrir la celebración, promover la unión de quienes están congregados e introducir su espíritu en el misterio del tiempo litúrgico o de la festividad, así como acompañar la procesión del sacerdote y los ministros”.
Es decir: los ritos iniciales tienen la función de hacer conscientes a todos los miembros de la asamblea que son precisamente eso, una asamblea reunida para la celebración, cuya principal característica es la comunión. Cuando nos reunimos para la celebración no somos solamente un grupo de personas aisladas unas de otras, cada una de las cuales va a dar culto a Dios sin referencia a los demás. Es la asamblea, signo de la Iglesia misma, la que se convierte en sujeto de la celebración, uniéndose a Cristo.
Por eso, el hecho de cantar juntos se convierte en uno de los elementos fundamentales para contribuir a esa comunión. Lo primero que hacemos, durante la procesión de entrada, es unir nuestras voces para aclamar a Cristo.
La segunda característica del canto de entrada es la referencia a la celebración y al tiempo litúrgico. Debería ser un canto que fuese como un prólogo y anticipo de todo lo que viene después.
Tradicionalmente, el canto de entrada se componía de una antífona y de un salmo. En la actualidad es más normal que tenga forma de himno, apto en su forma para ser cantado durante la procesión.
¿Quién debería cantar el canto de entrada? Cada vez que nos hagamos esta pregunta tendremos tres alternativas: el pueblo, el coro o un solista. Lo que está claro es que en el caso del canto de entrada el pueblo ha de intervenir. Si la asamblea calla durante el canto de entrada la primera finalidad de éste –fomentar la unidad– brillará por su ausencia, porque precisamente el gesto externo que fomenta esa unidad –cantar juntos– no se está haciendo. Por eso lo ideal sería ir alterando: coro y pueblo o solista y pueblo. La forma de canto con estribillo que se va repitiendo tras cada estrofa parece la más adecuada. Sería como una versión actualizada del esquema antífona-verso-antífona de los cantos de entrada gregorianos.
Conseguido esto, lo ideal sería tener un repertorio de cantos de entrada para los distintos tiempos litúrgicos, que la asamblea conociese bien, y otro repertorio de cantos para el Tiempo Ordinario –al menos cuatro o cinco– que se pudiesen ir alternando. En los textos se resaltaría el hecho de que hay una comunidad reunida para celebrar y que en el centro de esta comunidad y de esta celebración está Cristo, el Señor.
Los cantos de la celebración: el «Señor, ten piedad»
Este canto está descrito en el número 52 de la Ordenación General del Misal Romano, que nos provee de todos los datos que necesitamos para una mejor comprensión del mismo. El primer dato que necesitamos es el “cuándo”. Dice el número: “Después del acto penitencial, se tiene siempre el Señor, ten piedad, a no ser que quizás haya tenido lugar ya en el mismo acto penitencial”. Es decir: el Señor, ten piedad no es en sí mismo el acto penitencial de la misa, sino que es una letanía que va después del acto penitencial. Así, tras haber pedido perdón a Dios por los pecados –con el Yo confieso o con el diálogo Señor, ten misericordia de nosotros… y haber concluido el acto penitencial el presidente con la fórmula absolutoria –Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros…– es entonces cuando se canta o se reza el Señor, ten piedad. Es verdad que el mismo Misal propone una alternativa, que es introducir el Señor, ten piedad dentro del mismo acto penitencial. En ese caso se hace preceder cada una de las invocaciones con una frase que aclama a Cristo y pide su misericordia.
Lo segundo que necesitamos saber es qué es esta pequeña letanía. El número 52 nos lo aclara: “un canto con el que los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia”. Si en el acto penitencial hemos pedido perdón a Dios Padre por nuestros pecados, ahora, en el Señor, ten piedad, nos volvemos a Cristo y le aclamamos, porque Él es el que nos ha traído la misericordia del Padre. Por eso, cuando el Señor, ten piedad entra a formar parte del acto penitencial y se le anteceden las frases que introducen cada invocación estas frases no han de ser una petición directa de perdón –“Por nuestros egoísmos, Señor, ten piedad”, sino que mantienen su característica de aclamación a Cristo –“Tú, que sanas nuestros egoísmos, Señor, ten piedad”–. Esto lo explica así el número 52: “Cuando el Señor, ten piedad se canta como parte del acto penitencial, se le antepone un “tropo” a cada una de las aclamaciones”.
En tercer lugar: ¿quién ha de cantar el Señor, ten piedad? Dice el número: “Por ser un canto con el que los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia, deben hacerlo ordinariamente todos, es decir, que tanto el pueblo como el coro o el cantor, toman parte en él”. Igual que el canto de entrada, es un canto en el que la asamblea toma conciencia de lo que es: crea la comunión. Por tanto, o bien es ejecutado por un solista y el pueblo, o por el coro y el pueblo.
Una última aclaración la hace el número a propósito de que en el rito de la misa anterior al Concilio Vaticano II las aclamaciones se repetían no dos veces, sino tres. Por eso, y dado que en los repertorios clásicos hay composiciones anteriores a la reforma litúrgica, se aclara: “Cada aclamación de ordinario se repite dos veces, pero no se excluyen más veces, teniendo en cuenta la índole de las diversas lenguas y también el arte musical o las circunstancias”.
El Señor, ten piedad, es un canto que en sí mismo es un rito, por lo que no se ha de acortar, omitir o cambiar su texto o su naturaleza. Es, además, uno de los cantos del Ordinario de la Misa, de lo que dijimos en su momento que hay que asegurar en primer lugar que se puedan cantar.
Los cantos de la celebración: el Gloria
Bastará con comentar el número 53 de la Ordenación General del Misal Romano. Leámoslo con atención: “El Gloria es un himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero. El texto de este himno no puede cambiarse por otro. Lo inicia el sacerdote o, según las circunstancias, el cantor o el coro, y en cambio, es cantado simultáneamente por todos, o por el pueblo alternando con los cantores, o por los mismos cantores. Si no se canta, lo dirán en voz alta todos simultáneamente, o en dos coros que se responden el uno al otro. Se canta o se dice en voz alta los domingos fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas, y en algunas celebraciones peculiares más solemnes”.
Es un himno antiguo y venerable, centrado en el Padre, objeto de nuestra glorificación, pero sobre todo en el Hijo, a quien también glorificamos y a quien suplicamos –Él es el mediador de toda la oración de la Iglesia–, con una breve referencia al Espíritu añadida cuando el himno, de origen oriental, pasó a utilizarse en la liturgia romana. He aquí el objeto de nuestro artículo: el Gloria.
Aparte de hablar del origen antiquísimo del himno –se remontaría, en sus primeras versiones y en el ámbito de las Iglesias orientales, nada menos que a los siglos III y IV– el número insiste en algo fundamental: “El texto de este himno no puede cambiarse por otro”. Esto ocurre con el Gloria y con todos los demás textos englobados en el ordinario de la misa: Señor, ten piedad, Credo, Santo, Cordero de Dios. Son textos fijados, no variables. Su antigüedad les dota de una riqueza de contenido extraordinaria, y por eso la Iglesia los ha fijado entre las partes invariables de la Misa. Por eso no está permitido sustituirlos por otros.
A veces encontramos que ciertos coros, con buena voluntad pero con deficiente realización, cambian el texto del Gloria por otro canto que comience por esa palabra o contenga la misma palabra en lugar destacado. No es suficiente. Ese canto sería adecuado para otros momentos de la misa, pero no para éste.
La otra característica que es común a los cantos del ordinario es que son cantos donde la asamblea debe intervenir. De hecho en muchos casos son una especie de diálogo entre el coro y el pueblo o el solista y el pueblo. Así está estructurado el Gloria en el canto gregoriano: donde se van alternando la schola y la asamblea. Por eso, aunque se utilicen composiciones modernas–pongamos por ejemplo del de F. Palazón o el de Kiko Argüello–, es importante que la asamblea no quede muda en este momento. Puede haber excepciones en las que, por ejemplo si en la misa canta una coral, se utilicen piezas por ejemplo del barroco, donde la asamblea no interviene. Pero eso no puede ser la norma, sino la excepción.
El Gloria es un elemento que permite graduar la solemnidad de las celebraciones y la ausencia del mismo, por ejemplo en Adviento y Cuaresma, permite subrayar el aspecto preparatorio de esos tiempos litúrgicos. Es verdad que cuando no se canta es recitado por todos, pero la asamblea debería habituarse a cantarlo, si no todos los domingos, desde luego sí en los domingos de los tiempos fuertes en los que se usa y en las grandes solemnidades.
Los cantos de la celebración: las oraciones
Una de las novedades más notorias de la tercera edición del Misal Romano en lengua española para España es sin duda el tema de la música. El Misal incluye un hecho portentoso: prácticamente todo el rito de la Misa puede ser cantado. En concreto se han incluido las fórmulas con música del saludo del sacerdote con la respuesta del pueblo, la oración colecta, la aclamación al Evangelio, la oración sobre las ofrendas, el prefacio con su diálogo y el Santo, la doxología final de la plegaria eucarística, el Padrenuestro con su monición y la oración que le sigue, el saludo “la paz del Señor … “, la oración después de la comunión, las fórmulas de despedida –bendición, etc.– y muchos otros textos que están en el apéndice musical del Misal.
Se trata de facilitar y propiciar la primacía de la liturgia solemne, no tanto por una cuestión de estética –que la liturgia sea bella– sino sobre todo buscando la participación más activa de los fieles. El presidente de la celebración tiene ante esto un gran reto del que ya hemos hablado con respecto a los coros: graduar la celebración. ¿Qué he de cantar en una solemnidad? ¿Y en un domingo? ¿Cantaré los mismos elementos en un domingo de Cuaresma y en uno de Pascua? ¿Debo cantar algo en las ferias de los tiempos fuertes? Si se hace un esquema consistente, la asamblea percibirá también por este medio cuáles son las celebraciones más importantes, y podrá participar con mayor fruto de ellas.
Cuando se presentó la nueva traducción del Misal, y hablando de este apartado musical, se decía que la meta a lograr era pasar de «cantar en la Misa» a «cantar la Misa», es decir, que el canto –y en concreto el canto de las partes propias del presidente a las que responde la asamblea– no fuera un añadido externo, sino parte integrante de la celebración.
Se podría aducir que no todos los celebrantes están igualmente capacitados para poder cantar las partes de la Misa que les corresponden. Eso es cierto, pero con dos salvedades. La primera es que las fórmulas no son particularmente complicadas. Más bien destacan por una bella sencillez. No requieren particulares conocimientos musicales. Además, el esfuerzo de grabar y regalar con el Misal los tres CD’s con todos los textos musicalizados hace que en el fondo lo único necesario es que el sacerdote los vaya oyendo y vaya practicando poco a poco para introducirlos en las celebraciones más solemnes.
El canto, por ejemplo de la oración colecta, que es la parte cantada que tocaba en nuestros artículos, permite, si se hace bien, subrayar el texto, hacerlo más vivo, poder escucharlo con mayor atención. El canto crea un clima de oración, un clima auténticamente religioso. La respuesta cantada al unísono por el pueblo, aunque sea en sencillo «Amén», que en la musicalización del Misal se ha quedado tal y como se hacía en la liturgia hispano-mozárabe –simplemente dos notas: sol-la–, tiene una enorme fuerza y expresa adecuadamente la fe que hay detrás de esa palabra. La fuerza del canto permite expresar mejor la unidad de la asamblea, que asiente con su fe y se une a la plegaria pronunciada por el presidente.
Dice la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, que la acción litúrgica reviste una “forma más noble cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto” (SC 113).
Los cantos de la celebración: el salmo responsorial
La respuesta a la Palabra proclamada se da en dos momentos: en la misma celebración, por medio de los distintos signos, gestos y ritos que la componen, y, más allá de ella, en la propia vida, obedeciendo a esa Palabra con la gracia de la fuerza del Espíritu recibida al comulgar el Pan único y partido, el Cuerpo y la Sangre del Señor, que hace presente su Misterio Pascual dándose como alimento de Vida y Salvación.
Si nos centramos en la respuesta a la Palabra que se da en la misma celebración lo primero que tendríamos que indicar es que esa respuesta se da a través del silencio. La Palabra ha de ser acogida y meditada, se ha de dar un encuentro entre la Palabra y nuestra propia vida, que solamente se puede dar si hay un silencio exterior que propicie el silencio meditativo. Dice el número 56 de la Ordenación General del Misal Romano: “Conviene que en ella también se den momentos breves de silencio, adaptados a la asamblea congregada, en los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la Palabra de Dios sea acogida en el corazón y mediante la oración se prepare la respuesta. Estos momentos de silencio pueden guardarse oportunamente, por ejemplo antes de que comience la misma Liturgia de la Palabra, después de la primera y de la segunda lectura, y al terminar la homilía”.
Junto con el silencio tiene una gran importancia el salmo responsorial. Es el número 61 de la misma Ordenación el que nos habla de mismo. Lo primero que se nos dice es que el salmo forma parte de la propia liturgia de la Palabra. No es un elemento secundario, prescindible. No podemos cambiarlo o adaptarlo a nuestro capricho. Respondemos a la Palabra de Dios con la misma Palabra de Dios, no con un canto cualquiera. Es el mismo Dios el que pone en nuestros labios las Palabras que hemos de decir para meditar, acoger y responder aquello que hemos escuchado. Por eso indica el número 61 que “el salmo responsorial será el correspondiente a cada lectura y normalmente se tomará del Leccionario”.
Obviamente, un elemento que supone la respuesta en un diálogo entre Dios y su pueblo implica que la asamblea debe tomar parte de él. Por eso el siguiente párrafo del número 61 indica qué quiere decir ese «normalmente». El salmo debería ser, en la medida de lo posible, cantado, al menos la respuesta de la asamblea. Por eso el número 61 plantea la posibilidad de, en los diversos tiempos litúrgicos, utilizar siempre la misma respuesta para cada tiempo, facilitando así que la asamblea pueda aprenderla y utilizarla durante varios domingos en vez de tener que aprender cada domingo la respuesta correspondiente a cada salmo. El elenco de estas respuestas lo encontramos en un apéndice del leccionario, junto con la musicalización del canto de las lecturas y también de una serie de propuestas melódicas simples para el canto del salmo completo que son bastante asequibles y no exigen una pericia musical especial.
El número que estamos comentando describe las distintas formas de cantar o en su caso de proclamar el salmo. Dado que es un salmo responsorial, esta sería la forma primera de hacerlo: “El salmista, o el cantor del salmo, profiere los versículos del salmo en el ambón o en otro lugar adecuado, mientras que toda la asamblea permanece sentada y escucha, y más aún participa con la respuesta”. La otra posibilidad es cantarlo o recitarlo todo seguido, sin respuesta del pueblo, pero, obviamente, responde de forma más deficiente a la naturaleza del salmo responsorial.
En cualquier caso, lo importante es que el salmo sea una verdadera ocasión de meditación y profundización de la Palabra. Como ocurre con todos los cantos litúrgicos, pero muy especialmente con el salmo, al ser Palabra De Dios, la música está en función del texto y cumple una misión determinada: en este caso, favorecer la acogida, meditación y respuesta de la Palabra.
Sería interesantísimo que los coros que preparan e intervienen en las celebraciones incorporasen poco a poco un servicio tan importante como es el del salmista o cantor del salón responsorial.
Los cantos de la celebración: el Aleluya
Hay algunos cantos que acompañan a un rito -y que por lo tanto cuando ese rito se ha realizado no hay por qué seguir cantándolos, caso por ejemplo del canto de entrada- y otros, como el Gloria, que no acompañan a un rito, sino que tienen sentido en sí mismos. En el caso del Aleluya tenemos una mezcla de ambas circunstancias.
El número 62 de la Ordenación General del Misal Romano aclara que “esta aclamación constituye por sí misma un rito, o bien un acto, por el que la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien le hablará en el Evangelio, y en la cual profesa su fe con el canto”. Esto es cierto, pero no es menos cierto que el Aleluya acompaña la procesión al Evangelio, bien sea la procesión más sencilla -el sacerdote que se desplaza de la sede al ambón para proclamarlo- o más solemne -con incienso, ciriales y procesión con el libro de los evangelios-. Por eso las normas litúrgicas indican que es un canto que se puede repetir, para que la procesión al Evangelio no se haga en parte en silencio.
Respecto del Aleluya lo que habría que remarcar especialmente es la rúbrica que aparece en los leccionarios: “Si no se canta puede omitirse”. En efecto, el Aleluya, como aclamación festiva, pierde todo su sentido si no es cantado. Si después de la segunda lectura un lector recita “Aleluya, Aleluya, Aleluya. Tú eres la vid, nosotros los sarmientos. Aleluya, Aleluya, Aleluya” pierde toda su fuerza como aclamación gozosa y solemne. Si no somos capaces de cantarlo es mejor omitirlo, tal como recomienda el ritual. Otra cosa es que el versículo, cuyo texto viene siempre en el leccionario, se pueda leer después de la aclamación cantada. Es una solución que encontramos en muchas parroquias, y no está mal, aunque lo ideal sería cantar también el versículo. En cualquier caso, y dado que el Aleluya acompaña a la procesión del Evangelio, si el versículo se lee, el lector debería abandonar el ambón inmediatamente después de leer el versículo, mientras la asamblea canta de nuevo “Aleluya, Aleluya, Aleluya”, para dejarlo libre y que el sacerdote -y los ministros- puedan llegar al ambón mientras se canta, y no después.
Otra cosa que muchas veces crea un cierto desconcierto es cuándo hay que ponerse en pie. El Aleluya es una aclamación a Cristo, y por tanto un tipo concreto de oración, festiva y exultante. El gesto típico de oración para la asamblea es estar de pie, como hemos visto, por ejemplo, en la oración colecta, y volveremos a ver en múltiples oraciones a lo largo de la misa. Por eso el Aleluya se canta de pie. Todos se ponen de pie. A veces, en las celebraciones solemnes, el obispo permanece sentado para poner el incienso y bendecir al diácono que va a proclamar el Evangelio, pero el resto de la asamblea está en pie.
Respecto a quién ha de cantar el Aleluya parece bastante claro, la aclamación ha de ser cantada por toda la asamblea, guiada, en su caso, por el coro, mientras que el versículo puede ser cantado por un solista o por el coro, o bien, si no hay posibilidad, ser leída por un lector, que podría ser el mismo que ha proclamado la segunda lectura.
Los cantos de la celebración: la preparación de los dones
En la misa, en efecto hay un ofertorio, pero no está en el momento en el que se colocan sobre el altar los dones del pan y del vino. Nosotros en la Eucaristía no ofrecemos pan y vino a Dios. Sería absurdo. Le ofrecemos lo que Él nos ha dado: el Cuerpo y la Sangre de su Hijo Jesucristo, verdaderamente presente en las especies del pan y del vino. Por eso el auténtico ofertorio de la misa se encuentra en la plegaria eucarística, justo después del relato de la institución –la consagración–, cuando decimos, por ejemplo que “al celebrar el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación”.
Sin embargo durante siglos se ha llamado offertorium al momento de la preparación de los dones en el altar y al canto que acompaña este momento. Es un error, porque le da a este gesto una importancia que no tiene. Subrayar este momento dándole un carácter de que ofrecemos cosas al Señor no tiene sentido: simplemente vamos a disponer todo sobre el altar para celebrar la liturgia eucarística. Debería ser un momento discreto y funcional dentro de la celebración, y sin añadidos extraños –por ejemplo, esas largas procesiones de ofrendas donde «ofrecemos» a Dios cosas de lo más variopinto, desde una Biblia –¿qué pinta aquí la Palabra, si ya la hemos escuchado, y por qué se la ofrecemos a Dios?– hasta unas botas o una guitarra –porque nos parecen muy simbólicos–. Por eso la Ordenación General del Misal Romano nos recuerda la sobriedad de este momento: “en la preparación de los dones se llevan al altar el pan y el vino con agua, es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos» (n. 72). Como mucho añade que pueden traerse también “dinero u otros dones para los pobres o para la iglesia, traídos por los fieles o recolectados en la iglesia, los cuales se colocarán en el sitio apropiado, fuera de la mesa eucarística” (n. 74). Así la colecta, para los pobres o para el sostenimiento de la Iglesia, se vincula a nuestra participación eucarística. Pero nada más se trae al altar en ese momento. Recuerda también la Ordenación que el pan y el vino eucarísticos pueden ser traídos por los fieles, y son recibidos por el sacerdote en un lugar adecuado –por ejemplo, en la entrada del presbiterio–. Eso es la procesión de ofrendas tal y como la describe el Misal. Un poco alejada de ciertas celebraciones donde este momento de la celebración se hincha de forma artificial con simbolismos extraños –«es bonito»– y con criterios no litúrgicos –«así todos hacen algo»–.
Pero estamos hablando del canto en este momento de la misa. No tiene por qué haberlo. Si no son los fieles quienes presentan los dones y no se utiliza incienso –lo que suele pasar en las misas feriales– quizás lo mejor sea no subrayar este momento con el canto. Por tanto, sería preferible el silencio o la música instrumental. En el caso de las celebraciones más solemnes, donde los fieles traen al altar los dones y donde se utiliza incienso, el canto tiene más sentido: acompaña a esa presentación y preparación de los dones, desde el momento en que son traídos al altar hasta que acaba la incensación. Este canto, si se hace, tiene mucha flexibilidad a la hora de que la asamblea participe: puede ser sencillamente repitiendo una antífona o estribillo, o cantándolo entero, o no cantando nada. Su intervención no es tan decisiva como por ejemplo en el canto de entrada.
Una última reflexión: ¿Tiene sentido cantar en este momento un canto de la Virgen María? Está muy de moda, especialmente cuando en la celebración cantan corales o coros con cierta capacidad técnica. Será muy bonito, pero no tiene sentido litúrgico alguno.
Ciertamente, el momento de la preparación de ofrendas requiere, sobre todo en nuestras celebraciones solemnes, una reflexión y una simplificación.
Los cantos de la celebración: el Santo
La palabra Eucaristía significa, en griego, acción de gracias. Esa acción de gracias la encontramos de forma muy especial en el prefacio de la Plegaria Eucarística. “Demos gracias al Señor nuestro Dios”, dice el sacerdote, y la asamblea responde: “es justo y necesario”. Entonces, en unas breves líneas se desarrollan los motivos de acción de gracias que tenemos al celebrar la Eucaristía. En cada celebración esos motivos son distintos: pueden hacer referencia genéricamente a la historia de la salvación, al Misterio Pascual, o pueden hablar de un tiempo litúrgico o de la fiesta de un santo que celebramos. Sea como sea, esta acción de gracias siempre tiene una cosa en común: está dirigida al Padre y es por Jesucristo, tu Hijo amado. Jesucristo es el motivo principal de acción de gracias, del que brotan todos los demás motivos que luego el prefacio desarrolla.
Ante esto, si nos damos cuenta de que tenemos tantos motivos para estar agradecidos, la respuesta solamente puede ser una aclamación gozosa a Dios Padre, que ha enviado a su Hijo. Esa aclamación toma cuerpo en el Santo, el canto que comienza aclamando de esa manera a Dios tres veces: Santo, Santo, Santo…. Esto aparecía ya en la visión que abre el libro del profeta Isaías, justo en el momento de su vocación, cuando Isaías tiene una visión de Dios en su Gloria. Nuestra acción de gracias se centra en Él, y por eso decimos “los cielos y la tierra están llenos de tu gloria”. Pero esa acción de gracias tiene un motivo principal: Jesucristo. Por eso a Él también le aclamamos en este momento “bendito el que viene en el nombre del Señor”. En una u otra aclamación la respuesta es siempre la misma: “Hosanna en el cielo”. Hosanna es una palabra hebrea de difícil traducción –por eso se ha dejado en el lenguaje original–. Se podría traducir como “¡Sálvanos!”, pero no en el sentido de una petición angustiada, sino de una aclamación jubilosa.
El Santo nos ha introducido en una dinámica muy importante: la de la Iglesia del cielo. La Iglesia no somos solamente nosotros, que peregrinamos todavía en este mundo. Es también la Iglesia del cielo, que eternamente canta la santidad de Dios y del Cordero. Por eso el Santo, “con los ángeles y los santos”, introduce en la celebración este himno eterno que se canta en las moradas celestiales, como anticipo de lo que un día será plenitud.
Por todo esto la Ordenación General del Misal Romano habla del Santo como parte de la Plegaria Eucarística: “Aclamación: con la cual toda la asamblea, uniéndose a los coros celestiales, canta el Santo. Esta aclamación, que es parte de la misma Plegaria Eucarística, es proclamada por todo el pueblo juntamente con el sacerdote” (n. 79).
En efecto, el Santo pertenece a los cantos del ordinario de la Misa, que tienen una letra fija que no se puede cambiar. Quizás con los párrafos anteriores se ha entendido bien esta exigencia, al ver cómo cada frase tiene su sentido preciso en el conjunto. Paráfrasis o reinterpretaciones del Santo harían sin duda que perdiese parte de su fuerza.
Respecto a la forma de cantarlo, pasa lo mismo que con los otros cantos del ordinario: debe intervenir la asamblea. No puede quedar muda en este momento. Bien que lo cante todo, bien que alterne con el presidente, el solista o el coro, la asamblea no puede quedar muda cuando toda la Iglesia, la del cielo y la de la tierra, canta la santidad de Dios.
Los cantos de la celebración: la preparación a la comunión
El primero de esos momentos es el Padrenuestro. En las celebraciones más solemnes puede –y debe– ser cantado. Es un texto que pertenece al ordinario de la misa, y por tanto el texto es siempre el mismo. Además, el texto fijado del Padrenuestro está tomado de la Sagrada Escritura: es la oración que nos enseñó el Señor. Por eso, con mucha más razón, el texto del Padrenuestro nunca ha de ser cambiado. En el repertorio popular hay algunas musicalizaciones del Padrenuestro que todavía contienen la traducción anterior a 1988. Deberían ser actualizadas o no utilizarse. La importancia del Padrenuestro, además, requiere que sea cantado por la asamblea. Los fieles no pueden enmudecer en el momento en el que el que preside les invita a dirigirse al Padre con las palabras que nos enseñó el Señor, pidiendo ese “pan de cada día” que no es solamente el alimento material, sino también y sobre todo, en este contexto, el pan eucarístico que se va a recibir en la comunión. Mención aparte merecen esos cantos en los que –a veces con músicas de dudosa procedencia– se embute dentro el Padrenuestro recitado. La liturgia, obviamente, no contempla ningún envoltorio para esta oración, y desde luego le quita mucha fuerza –lo cantado resalta siempre sobre lo recitado–. Creo, personalmente, que no deberían ser utilizados.
El segundo momento es la paz. ¡Tremendo problema! En el Rito Romano no se prevé un canto de paz. El ordinario de la misa simplemente alude a que los fieles se dan la paz e inmediatamente comienza la fracción. El rito de la paz está colocado, efectivamente justo al lado de la fracción del pan. Litúrgicamente la importancia del segundo de estos ritos es mucho mayor que la del primero: ¡la fracción del pan es un gesto de Cristo! Es verdad que hacer un gesto de comunión fraterna con los hermanos antes de comulgar es indudablemente apropiado, e incluso responde a la intención del Evangelio, que habla de reconciliarse con el hermano antes de presentar la ofrenda. No obstante, el rito de la paz suele estar sobredimensionado en nuestras celebraciones. Por eso la tercera edición de la Ordenación General del Misal Romano –la actualmente vigente– intenta ponerle coto y recomienda que se dé la paz únicamente a quienes tenemos al lado, para así pasar rápidamente al gesto de la fracción. Acompañar la paz con un canto –máxime si luego no se canta el Cordero de Dios– tiene el peligro de centrar la atención sobre este rito en detrimento del que es más importante: la propia fracción.
Fracción que se acompaña con un canto en forma de letanía: el Cordero de Dios. Canto del ordinario de la misa, su texto tampoco puede ser cambiado, y ha de ser cantado por el pueblo, bien completamente o bien respondiendo “ten piedad de nosotros” / “danos la paz” en cada invocación de la letanía, cantada por el coro o por un solista. Es, además, un canto que acompaña a un rito, y que nos hace reflexionar sobre su sentido: Cristo es el cordero inmolado por nosotros en la cruz. Por eso, según la Ordenación General del Misal Romano, si la fracción se prolonga, no hay problema en cantar de nuevo o prolongar el Cordero de Dios, acabando siempre con la respuesta “danos la paz”.
Los cantos durante la comunión
Son cantos que acompañan a una acción. Les pasa lo mismo que al canto de entrada: duran lo que dura la comunión. Es verdad que después de la comunión se puede hacer un momento de silencio o cantar un canto de alabanza o acción de gracias, pero esto es otra cosa, de la que hablaremos la semana que viene.
Tradicionalmente el canto de comunión era una antífona y unos pocos versículos de salmo. El texto está recogido todavía hoy en el Misal en cada formulario de misa bajo el epígrafe “antífona de comunión”. No estaría de más que quien ha de elegir qué cantar en este momento tome su inspiración de la temática indicada por esta cita bíblica. Obviamente el canto de comunión puede tener temática eucarística, pero no necesariamente ha de ser así, sino que puede hacer resonar algún otro pensamiento importante que ha aparecido en la celebración.
¿Cuándo comienza el canto de comunión? Parece obvio: cuando comienza la comunión: en el momento en el que el sacerdote comulga. Después de la mostración de las Sagradas Especies –“Este es el cordero de Dios…”– puede empezar directamente el canto de comunión. Es verdad que muchas veces los cantores prefieren comulgar en primer lugar en la asamblea y hay que esperar por tanto a que lo hayan hecho para poder iniciar el canto, pero si se prevé otra solución el canto podría empezar sin problema en cuanto el sacerdote comulga. El momento de acabar es más flexible, pero hay que tener siempre en cuenta que el momento después de la comunión es un momento de acción de gracias, que tiene sentido en sí mismo, que puede ir acompañado por un canto –distinto del canto de la comunión– o bien por el silencio. Lo que no deberíamos hacer es acabar el canto de comunión e inmediatamente hacer la oración después de la comunión, no dejando a la asamblea disfrutar de ese momento de acción de gracias por la comunión recibida.
El canto de comunión no tiene por qué ser un canto de la asamblea. Puede ser cantado por el coro solamente, o alternando la asamblea el estribillo. No es tan decisivo como, por ejemplo, en el canto de entrada o en los cantos del ordinario de la misa que la asamblea esté cantando. De hecho, cantar el canto mientras se va a comulgar parece lógico porque te está preparando para recibir la comunión. Cantarlo después quizás no sea tan adecuado, y sea mejor entrar en el interior de uno mismo y rezar dando gracias por la comunión recibida, para lo cual el canto de comunión puede no ser una ayuda.
El canto de acción de gracias después de la comunión
El número 88 de la Ordenación General del Misal Romano dice lo siguiente: “terminada la distribución de la comunión, si resulta oportuno, el sacerdote y los fieles oran en silencio por algún intervalo de tiempo. Si se quiere, la asamblea entera también puede cantar un salmo u otro canto de alabanza o un himno”.
El momento después de la comunión se destina, pues a la oración personal. La asamblea permanece sentada –o, en su caso, de rodillas–, como signo de oración personal. No se trata de un momento en el que estamos esperando a que se recoja el altar y se purifiquen los vasos sagrados. Precisamente por eso quizás sea aconsejable realizar la purificación después de la celebración.
El silencio después de la comunión es un silencio orante, de acción de gracias y también de adoración. El silencio es el mejor modo de realizar este momento de la celebración: “el sacerdote y los fieles oran en silencio por algún intervalo de tiempo”. Muchas veces me preguntan en los cursillos de liturgia por la Diócesis si es apropiado o no levantarse como signo de respeto cuando se lleva la Reserva al Sagrado. ¡Claro que no! ¡Tú eres en ese momento un Sagrario! ¡Has recibido al Señor en la comunión! Entra en tu interior y ora. Llevar el Santísimo al Sagrario no es un rito dentro de la celebración, sino un mero hecho funcional –salvo, obviamente, el Jueves Santo–: hay que conservar para la adoración y la comunión a los enfermos aquello que ha sobrado de la comunión de los fieles.
Este silencio puede ser sustituido por un canto. El número 88 indica que ese canto puede ser cantado por la asamblea entera. Recomienda un salmo o un himno, o en cualquier caso, un canto de alabanza. Que tenga que ser cantado por la asamblea entera no es imprescindible. Ciertamente, puede ser hermoso unirse en ese momento todos juntos para cantar la acción de gracias por la comunión recibida –pensemos, por ejemplo, en cantos como el Anima Christi o aspiraciones eucarísticas, cuya letra es de San Ignacio de Loyola–. No obstante, tampoco habría ningún problema en que el coro, o un solista, entone un canto que ayude a cada fiel de la asamblea a hacer más intenso ese momento de oración.
Por tanto, en lo que se refiere al canto de acción de gracias después de la comunión el acento no está tanto en quién lo canta, sino, sobre todo, en qué se canta, qué tipo de canto, tanto por el contenido –alabanza y acción de gracias– como por su estilo musical –obviamente, tiene sentido un canto más “relajado” que “movido”, que ayude a entrar en un ambiente de oración.
Lo que no contempla el Misal, porque no existe en el rito romano, es un canto final o “canto de salida”. Se ha introducido la costumbre de acabar la celebración con un canto mariano o similar, y, muchos coros, cuando preparan los cantos de la misa, lo incluyen sistemáticamente. El Misal nunca habla de este canto, y lo que se sobrentiende es que mientras el sacerdote y los ministros se retiran, puede sonar música instrumental.
Concluimos así este somero repaso a los momentos de la celebración eucarística donde se realiza un canto. Como dijimos al principio, la preocupación que hemos ido expresando es la participación de los fieles, también por medio del canto, en la celebración.